Palabras de la autora del cuento a la webmaster: Querida Elena: Tal y como me pediste, te entrego una pequeña muestra de mis escritos. He elegido esto en especial porque la idea nació junto a nuestra pequeña Raquel, (hija de mis amigos Jose y Charo, que también lo son tuyos). Cuando Raquel tenía cinco años, estábamos las dos mirando al cielo durante una noche de verano. Me pidió que la contara un cuento y yo la insté a que ella empezara el mismo. Sus palabras fueron: "Érase una vez una nube que vivía en el cielo". A partir de ahí, nació y se desarrollaron las páginas que te entrego. Deseo que disfrutes tanto leyendo, como yo lo hice escribiendo. Mis mejores deseos para ti, Elena Juana LA NUBE CURIOSA Autora: JUANA MARTÍN RAMOS
Erase
una vez una nube que vivía en el cielo. Era grande, blanca y rosada;
esponjosa húmeda y suave. Se había criado en el Norte, por lo que
siempre estaba llena de agua. Cada vez que tenía frío, abría sus
brazos y soltaba una lluvia de gotas que jugaban en el aire, hasta caer
a la tierra. Los seres que vivían pegados al suelo agradecían su
llegada. Cuando aparecía, siempre la miraban y algunos de ellos la
saludaban con una especie de gorro que se ponían en la cabeza. La nube
era feliz. viajaba constantemente, pero nunca se alejaba del Norte.
Algunas veces había entablado amistad con alguna nube que había
visitado lejanos países, sin embargo ella nunca sintió ganas de
recorrer el mundo. Gustaba de sus paisajes eternamente verdes, de los
vientos que la mecían para dormir, de los amaneceres en los que el sol
la teñía de rosa y los rayos la despertaban haciéndola cosquillas en
la nariz.
Todos los años, en la época estival, cuando el calor era
insoportable, se trasladaba a la costa. Allí, cargaba todo su cuerpo de
agua de mar y contemplaba los dorados atardeceres de las playas.
Una tarde en la que el calor era insoportable, en la que la brisa
marina se había olvidado de venir a mecerla para la siesta, la nube se
indigestó de agua. Bebió tanta agua salada, que empezó a dolerle el
estómago. El dolor era suave al principio, fuerte a medida que pasaba
el tiempo y fortísimo al final de la tarde. La nube no podía
resistirlo; punzadas de espasmos la hacían retorcerse en el cielo;
hasta que... de repente..., el dolor remitió.
-¡Hola!
Una vocecilla alegre y
saltarina la sorprendió. Se volvió para mirar la procedencia de la
misma y vio un trocito de nube que todavía colgaba de su espalda.
-¡Hola!. Creo que eres mi
mamá.
La nube se asustó tanto que
corrió a esconderse tras una montañas, pero la nubecilla la perseguía,
agarrándose a sus faldas para no perderse.
-¿Se trata de un juego, mamá?
La nube se detuvo en los
picos de la montaña, donde dejó parte de su cuerpo reposando. Estaba
agotada por el dolor y la sorpresa.
-¿Eres mi hijo?
-Por supuesto. –dijo el
trocito de nube riendo. -¡Claro que soy tu hijo! He venido esta tarde.
He salido de dentro de ti.
-Y ahora, ¿qué tengo que
hacer?
-Pues no lo sé. Se supone
que las mamás siempre saben lo que hay que hacer con sus hijos. ¿Tú
no?
La nube no supo qué
contestar, simplemente arrulló a la pequeña nubecilla entre sus brazos
y llamó a su amiga la brisa para que los acunara. Entonces contempló
la carita del bebé, tan rosada, tan chiquita y bonita, que sin
quererlo, empezó a llorar gotas de amor. Había comenzado a amar a su
hijo.
Veló toda la noche mirando
el pequeño trozo de nube, pensando un nombre adecuado para él, hasta
que decidió llamarlo SORPRESA, por el susto que la había causado su
llegada.
Sorpresa creció deprecia. Su
madre nube lo alimentaba bien. Le enseñaba los mejores lugares para
beber agua, tanto dulce como salada. Pero Sorpresa era terriblemente
juguetón. Un buen día dijo la nube:
-Sorpresa,
te voy a enseñar un lugar muy hermoso. Se trata de un pantano en donde
el agua es tan limpia y clara, fresca y transparente, que puedes verte
reflejado en ella.
Y dicho y hecho, ambos se
pusieron en camino; tuvieron que atravesar una gran cordillera de montañas,
traspasar enormes acantilados, recorrer verdes valles..., hasta que
llegaron al pantano. Sorpresa quedó hipnotizado contemplando aquel agua
tan tranquila y limpia que le devolvía su rostro. Y se gustó. Le gustó
su aspecto tan coqueto, su color tan limpio, su porte tan señoril. Y
comenzó a descender para observarse mejor.
“Sí señor”, pensó la
nube madre viendo a su hijo reflejado en el agua. “Algún día serás
una gran nube. Puede que reúnas a varias y te conviertas en jefe de
tormenta...”
-¿Mamá, mamá...!
Los gritos de Sorpresa
interrumpieron los pensamientos de la nube madre.
-¡Mamá, mamá! Estoy
enganchado. ¡No puedo salir!
Sorpresa se había acercado
tanto al agua, que uno de sus pies había quedado atrapado en la humedad
y se estaba desvaneciendo en el pantano. Si Sorpresa no se impulsaba
hasta el cielo, el pantano lo devoraría y lo convertiría en agua.
-¡Sorpresa, agárrate a mi
mano!
La nube extendió con rapidez
una de sus articulaciones, prendiendo a su hijo de ella.
-No te sueltes. Ahora voy a
tirar de ti.
Y empujando con todas sus
fuerzas, consiguió despegar a Sorpresa del agua. La nube quedó
extenuada por el esfuerzo y Sorpresa se encontró con un gran roto en el
cuerpo, por donde se escapaba parte del agua.
-Pégate a mí. No te separes
o quedarás vacío y morirás.
Sorpresa se arrimó a su
madre; y muy pegadito a ella comenzaron a ascender todo lo que pudieron.
Una vez en el cielo, la nube aleccionó a su hijo:
-Nunca debes acercarte
demasiado al agua, ni siquiera para contemplar tu rostro, o te ocurrirá
lo que a Narciso.
-¿Qué le ocurrió a
Narciso, mamá? -preguntó alegre Sorpresa, pues ya se había recuperado
del susto.
Pues fue un hombre que de
tanto mirar su rostro en el agua, terminó ahogándose. No olvides nunca
eso.
-Está bien, mamá. No lo
olvidaré.
Sorpresa y la nube madre estuvieron recuperándose durante un
tiempo del enorme esfuerzo que habían hecho para sobrevivir. La nube
madre aprovechó aquella temporada para que Sorpresa fuera conociendo a
los seres que siempre tenían los pies en la tierra: Los hombres. Le
mostró los días festivos, en los que los hombres se reunían en
soleados prados para compartir con el viento y el cielo su existencia.
Miraron en sus hogares, cubiertos de pequeños instrumentos que
utilizaban, sin que Sorpresa o su madre supieran la finalidad. Visitaron
a los más pequeños cuando salían del colegio. Éstos cantaban la
alegría de la lluvia, la bendición del agua regando sus pies calados
de jugar.
El tiempo pasaba y Sorpresa
no paraba de admirar a esos seres pegaditos al suelo, que fluían ante
sus ojos. Pequeñas hormiguitas que se veían felices desde allí, desde
el cielo. Y el invierno llegó cargado de aires fríos.
-Mamá, ¿qué les ocurre a
los hombres? Ahora casi no puedo ver sus cuerpos. Lo tienen todo
escondido. Están tan tapados que casi no puedo verles la cara.
La madre nube sonrió antes
de responder.
-Ha llegado el invierno y los
hombres se protegen del frío. Sus pieles son duras, no blanditas como
la nuestra; y se enfrían o se calientan según lo ordene el sol.
-O sea, que el sol
tiene la culpa de que se escondan bajo esas ropas.
-Sí. Y por eso, nosotras,
las nubes, durante los inviernos en los que el sol niega el calor de sus
rayos a los humanos, nos enfadamos con él y le tapamos con nuestros
colores más oscuros. Nos volvemos grises, casi negras y le amenazamos
constantemente con rayos y truenos. Estamos así una larga temporada,
hasta que el sol, atemorizado de nuestro poder, empieza a calentar de
nuevo la tierra; y los hombres vuelven a destaparse. Pero el sol nunca
escarmienta.
-¿Nunca?
-No. Nunca ha escarmentado y
después de calentar una temporada, vuelve a hacerse perezoso y se
olvida de dar calor. es la vuelta del invierno. Y nosotras volvemos a
enfadarnos con él, hasta...
-Hasta que se pone de nuevo a
calentar, ¿verdad?
-Exacto. Así ha sido durante
todos los años de mi vida.
-Y ¿por qué, mamá?
La nube madre quedó
pensativa ante la pregunta de Sorpresa y tardó un rato largo en
contestar.
-Supongo que es como todo lo
que llevo visto hasta ahora. Todo nace y muere, todo crece y se
marchita; todo avanza y se detiene; todo empieza y acaba; y el sol, que
es un tremendo envidioso, no quiere ser menos.
En
ese momento, Sorpresa dirigió una tímida mirada hacia el poderoso señor
del cielo. Le hubiera gustado hablar con él y decirle algunas cosillas.
Comentarle la importancia de sus rayos y hablarle de la alegría de su
luz, pero comprendió que aquel sol estaba muy por encima de ellos, y
que ni siquiera podían rozarle con la punta de un dedo. Entonces
entendió algo que su madre no le había dicho: el sol no obedecía órdenes
de nadie, ni se achicaba ante los enfados de las nubes furiosas de
invierno; simplemente hacía su voluntad sin tener en cuenta nada, pues
estaba tan alto y tan lejos... Una sensación de pequeñez se apoderó
de Sorpresa. pero tal y como había dicho su madre que ocurrían todas
las cosas, la pequeñez nació y murió; creció y se marchitó; avanzó
y se detuvo; empezó y acabó.
La primavera llegó sin avisar; silenciosa y fuerte; rotunda y
noble, como todas las primaveras. Sorpresa revoloteaba alrededor de su
madre y ésta se sentía muy feliz viéndolo crecer. Un buen día, las
nubes se encontraron en su camino con una nube viajera que venía de
tierras lejanas.
-Se nota que has viajado
mucho. Traes un color triste. –dijo la madre saludando.
-Sí. –respondió la otra
nube- -Vengo de muy lejos.
-¿Dónde está “lejos”?
¿Es bonito? –preguntó Sorpresa-
-“Lejos” está mucho más
allá de tus ojos y no te puedo decir que sea bonito. Es triste y
doloroso
La nube madre trató de
despedirse de la nube viajera. Ya había oído historias acerca de
“lejos”. Todas eran tristes y penosas; pero Sorpresa siguió
preguntando.
-¿Por qué? ¿Qué es lo que
hay en “lejos” que lo hace tan triste?
La nube viajera comenzó a
relatar su aventura. Había traspasado los límites del Norte y se había
adentrado en una tierra seca y calurosa, donde el sol reinaba sin
piedad. Las gentes que allí vivían, eran pobres y delgadas y el color
de sus ojos era oscuro y sin amor. Miles de niños sin comida, sin agua,
sin ropa, vivían llorando día y noche por la llegada de una nube.
-Y tú, ¿por qué no
soltaste tu agua para que bebieran esos niños?
-preguntó Sorpresa –
-Porque cuando llegué a esa
tierra estaba tan seca y hambrienta que si hubiera soltado el poco agua
que me quedaba, hubiera muerto. Por eso me volví con el color de la
tristeza; por no haber podido ayudar a esa pobre gente.
A partir de aquel día, Sorpresa cambió y su madre lo notó.
Cada vez que descargaban sus aguas en una ciudad y veía las cara
alegres de los niños que jugaban con sus gotas, se quedaba pensativo,
con los ojos extraviados. La nube madre temía aquellos momentos, porque
sabía lo que pasaba por la mente de Sorpresa y trataba de distraerlo
contándole cuentos, pero una primavera, Sorpresa lo decidió: iría a
“lejos” cargado de agua para regar a aquellos niños.
-Pero no puedes ir. Ya oíste
el relato de la nube viajera: Cuando llegas a esos lugares, no tienes
reservas que ofrecer a la tierra; estás casi seco.
-Tengo que intentarlo, mamá.
Cada día pienso más en esos niños que me necesitan; que necesitan el
agua que tú y yo transportamos dentro de nuestro cuerpo.
La nube entendió la angustia
de su hijo. Ella iría con Sorpresa hasta “lejos”; no por amor a la
aventura o a los seres pegados al suelo; simplemente por amor a
Sorpresa, que se había convertido en su compañero. Ya casi tan grande
como ella, tan rosado y blandito; estaba a punto de abandonarla, de
emprender su vida; por lo que la nube madre tomó aquel viaje como el último
que haría con su hijo antes de abandonarse, antes de perderse el uno
del otro en el cielo, pues Sorpresa había de seguir su camino.
Comenzaron el viaje después del otoño, la época más húmeda.
Tras haber almacenado todo el agua que les cupo en el cuerpo,
abandonaron el Norte. Avanzaron por lugares en los que el paisaje se hacía
cada vez más seco, más ocre; y dejaron las montañas y los verdes
prados. Los grandes bosques de árboles frondosos, fueron desapareciendo
a sus ojos; también los grandes ríos y manantiales. A cambio, una
rudeza cruel y ocre a tierra reseca, a calor y sopor les inundó.
-Mamá, llevamos diez días
sin ver un árbol o un río.
-Sí, Sorpresa. A esto lo
llaman desierto.
El sol los despertaba por la
mañana temprano y empezaba a calentar con tanta fuerza que les obligaba
a derramar gotas de agua que no llegaba a la tierra, pues se evaporaban
antes de tocarla. Sorpresa y su madre estaban
cada día más delgados y débiles.
-¿Cuándo llegaremos a
“lejos”?
-Ya debemos estar cerca.
Mira, algo se divisa allí.
En efecto, se trataba de un
pequeño poblado en medio del desierto. Niños descalzos, hambrientos y
sedientos se amontonaban a la entrada de una especie de casa improvisada
con una cruz roja muy grande en el techo. En torno a ellos, moscas y
serpientes, buitres y alimañas deseaban su muerte para darse el festín
de los hambrientos. Y los niños también, pues la esperanza se había
debilitado de sus rostros; las fuerzas de sus miembros y la savia de la
vida, de sus labios.
Algunos niños miraron hacia
el cielo y contemplaron a Sorpresa y a su madre, pero no se movieron.
Sabían que las nubes pasarían de largo o darían la vuelta; que en
ningún caso los bañarían con las gotas de agua fresca que tanto
necesitaban. Hacía meses, años, tal vez siglos, que las nubes habían
vedado de agua aquellas tierras; se habían negado a vaciarse encima de
ellos. ¿Una maldición? Los niños no lo sabían, simplemente era el
paso del tiempo y la costumbre que les había impuesto la sequía.
Pero Sorpresa se sintió tan
mal cuando los contempló, que empezó a llorar. Su madre se alarmó. Si
Sorpresa perdía la poca agua que llevaba en su interior, moriría. Trató
de distraerlo, de animarlo, de obligarlo a dejar de llorar; pero
Sorpresa no podía.
-No lo hagas, Sorpresa. Si mueres ya no nos veremos más.
Y mientras las gotas que
Sorpresa derramaba, caían al suelo, los niños empezaron a moverse.
Unos cojeando, otros arrastrándose y los más afortunados, dando saltos
de alegría, todos comenzaron a gritar. Y bailaban con tanta felicidad
que sus delgados cuerpos parecía que se fueran a romper, que sus
piececitos manchados de sangre, se fueran a quebrar... Y sus gritos
acompasados empezaron a elevar un nombre:¡”Sorpresa”!. Y la
sorpresa de la lluvia se fundió con las gotas de tristeza que derramaba
la nube.
_Mamá, no me importa. No me
importa morir si lo último que vin mis ojos son las caritas de
felicidad de estos pobres niños. Si mi cuerpo sirve de alivio a su
calor; mi humedad socorre su sed y mi agua riega sus campos. ¡Mira cómo
me llaman, cómo gritan mi nombre! Mamá, no te enfades..., pero..., no
llores mamá, o morirás conmigo.
Y la nube madre lloró con su
hijo y juntos bajaron en forma de agua hasta la tierra. Y en su caída,
fueron felices porque sintieron que su cuerpo no moría, que se
transformaba en agua fresca que aliviaba los cuerpecitos de los niños
sedientos; que después serviría para regar la tierra seca y sacar de
ella el fruto de la semilla.
Y ése fue sólo el principio, porque el aire trasladó la
felicidad de Sorpresa y su madre hasta los oídos de otras nubes que
comenzaron a imitarlos, dejando sus cuerpos en aquel lugar;
transformando poco a poco los grandes eriales, en zonas verdes de
cultivo y pasto; dando amor y frescura a tantos niños necesitados...
Y desde entonces, en “lejos”, no se dejó de hablar de
Sorpresa, aquella pequeña y bonita nube que fue la primera en bendecir
la tierra. Y los niños que tuvieron la suerte de verla caer, lo
contaron a sus descendientes, narrando su belleza, su brillante y sedoso
color y la inocencia que respiraban aquellas primeras gotas que
sintieron en sus cuerpos. F I N |